Prejucios a la Misa Tradicional (III)

«La Misa Tradicional esta llena de  signos y gestos vacíos o supérfluos»

Habría que empezar por decir que sí es verdad que la Misa Tradicional es muy rica en  signos y gestos rituales,  ahora bien, estos signos y gestos tienen su razón de ser, no están vacíos, ni son supérfluos, existen  no por pura razón «estética», que también,  sino porque exteriozan esa actitud tan necesaria en el trato con Dios:  la reverencia.  Para ahondar más sobre esta actitud volvemos a hacernos eco de las palabras del filósofo Dietrich von Hildebrand:

«¿Cuál es el papel de la reverencia en una vida realmente cristiana, y sobre todo en una adoración realmente cristiana de Dios?
La reverencia da al Ser la oportunidad de hablarnos: la grandeza última del hombre es el ser capax Dei. La reverencia es de importancia capital para todas las esferas fundamentales de la vida del hombre. Puede ser correctamente llamada «la madre de todas las virtudes», pues es la actitud básica que todas las virtudes presuponen. El gesto más elemental de la reverencia es una respuesta a ser uno mismo. Esta distingue a la autónoma majestad del ser, de una mera ilusión o ficción; es un reconocimiento de la consistencia interior y positiva del ser – de su independencia de nuestros humores arbitrarios. La reverencia da al ser la oportunidad de desplegarse a sí mismo, para, así como era, hablarnos; fecundar nuestras mentes. Por lo tanto la reverencia es indispensable a cualquier conocimiento adecuado del Ser. 
La profundidad y la plenitud del Ser, y sobre todo sus misterios, nunca serán revelados a nadie sino solo a la mente reverente. Recuerde que la reverencia es un elemento constitutivo de la capacidad para «sorprenderse», que Platón y Aristóteles afirmaron que es la condición indispensable para la filosofía.En efecto, la irreverencia es una fuente principal del error filosófico. Pero si la reverencia es la base necesaria para todo el conocimiento confiable del ser, es además, indispensable para comprender y ponderar los valores basados en el ser. Sólo el hombre reverente que está listo a admitir la existencia de algo mayor que él, quién quiere ser silencioso y dejar al objeto hablarle – quién se abre – es capaz de entrar en el mundo sublime de los valores. Además, una vez que una gradación de valores ha sido reconocida, una nueva clase de reverencia está en orden- una reverencia que no responde sólo a la majestad de ser como tal, sino al valor específico de un ser específico y a su fila en la jerarquía de valores. Y esta nueva reverencia permite el descubrimiento de todavía otros valores.


El hombre refleja su carácter esencialmente receptivo como una persona creada, únicamente en la actitud reverente; la grandeza última del hombre debe ser capax Dei. El hombre tiene la capacidad, en otras palabras, de comprender algo mayor que él, ser afectado y fecundado por ello, abandonársele para su propio bien – en una respuesta pura a su valor. Esta capacidad de superarse distingue al hombre de una planta o un animal; éstos últimos se esfuerzan sólo por desplegar su propio ser. Ahora: sólo el hombre reverente es quien puede superarse conscientemente y así conformarse a su condición humana fundamental y a su situación metafísica.
¿Encontramos mejor a Cristo elevándonos hasta Él, o arrastrándole a nuestro mundo rutinario?
El hombre irreverente por contraste, se acerca al ser en una actitud de superioridad arrogante o de familiaridad indiscreta, satisfecha. En cualquier caso él está discapacitado; es el hombre que va tan cerca de un árbol o edificio quien ya no puede verlo. En vez de permanecer a la distancia espiritual apropiada, y mantener un silencio reverente de modo que el ser pueda decir su palabra, él se impone y así, en efecto, silencia al ser. En ninguna esfera es la reverencia más importante que la religión. Tal como hemos visto, esta afecta profundamente la relación del hombre hacia Dios. Pero además penetra la religión entera, sobre todo la adoración a Dios. Hay un eslabón íntimo entre reverencia y santidad: la reverencia nos permite experimentar lo sagrado, elevarse sobre lo profano; la irreverencia nos ciega al mundo entero de lo sagrado. La reverencia, incluyendo el sobrecogimiento – incluso temor, miedo y temblor – es la respuesta específica a lo sagrado.
Rudolf Otto ha desarrollado claramente este punto en su famoso estudio «La Idea de lo Santo». Kierkegaard también llama la atención al papel esencial de la reverencia en el acto religioso, en el encuentro con Dios. ¿Y no temblaron los Judíos en el temor profundo cuándo el sacerdote trajo el sacrificio en el sancta sanctorum? ¿No fué golpeado Isaiah con el miedo piadoso cuándo vio a Yahweh en el templo y exclamó, «el infortunio es conmigo, estoy condenado! pues soy un hombre de labios sucios… pero aún mis ojos han visto al Rey»? ¿Acaso las palabras de San Pedro después de la pesca milagrosa, «apártate de mí, oh Señor, porque soy un pecador» no declaran que cuándo la realidad de Dios fuerza la entrada sobre nosotros nos golpea con miedo y reverencia? El cardenal Newman ha demostrado en un sermón aturdidor que el hombre que no teme y no reverencía no ha conocido la realidad de Dios.


Cuando San Buenaventura escribe en Itinerium Mentis ad Deum que sólo un hombre de deseo (como Daniel) puede entender a Dios, él quiere decir que una cierta actitud del alma debe ser alcanzada a fin de entender el mundo de Dios, en el cual Él quiere conducirnos.
Este consejo es sobre todo aplicable a la liturgia de la Iglesia. El sursum corda – levantemos nuestros corazones – es la primera exigencia para la verdadera participación en la misa. Nada podría obstruir más el encuentro del hombre con Dios que la noción de que «vamos al altar de Dios» del mismo modo en el que vamos a una reunión social agradable, relajante. Esto es el motivo por el cual la misa latina con el Canto gregoriano que nos levanta hasta una atmósfera sagrada, es inmensamente superior a una misa vernácula con canciones populares, que nos abandona en una atmósfera profana simplemente natural.»